Función y significado de la idea orgánica
LA IDEA ORGÁNICA forma parte de
aquellas que, mientras en toda civilización normal en
las civilizaciones que nosotros acostumbramos a llamar
"tradicionales"- presentan un carácter real constitutivo, en toda
civilización anormal y en crisis tienen, en cambio, solamente un carácter
ideal-normativo. No en último termino, en este segundo caso su significado
principal es el de fijar una medida y una distancia: la distancia entre "ser"
y "deber ser", entre "ser" y "valor", que en
tales civilizaciones es cada vez más grande. En general, entonces su principal
función es, por lo menos, impedir que los horizontes se restrinjan a la simple
realidad de hecho, que un sistema existente dado, que habría que considerar
anormal e ilegítimo, no sólo sea aceptado en su realidad empírica impuesta,
sino que incluso se le atribuya un valor. La atribución del carácter de
"valor" o "deber ser" a lo que tiene el carácter de un mero
ser y de algo abrupto, es la característica de las ideologías subversivas de
los tiempos crepusculares. A ellas, en el caso de la cultura occidental, sirve
con frecuencia de instrumento el uso distorsionado del historicismo y de la
famosa fórmula hegeliana de la identidad de lo real y lo racional. El hombre
pasivo y deshecho de los últimos tiempos mitologiza en la "Historia"
la propia impotencia y el propio decaimiento interior, y en lugar de determinar
sobre la base de lo "racional" lo que es "real" en un
sentido superior, extrae de aquello que simplemente "es" en cuanto
tal, y que se le impone, el criterio de lo que sería "racional" y a
lo que se debería atribuir un valor.
La idea orgánica tiene por
contraparte la de una fuerza formadora de lo alto, y aquello que nosotros llamamos
una civilización "tradicional" es el resultado de esta acción
formadora; es el tipo de una civilización en la cual todos los dominios de la
actividad humana tienen una orientación desde lo alto y hacia lo alto,
expresando en formas varias una influencia única. En ello hay, naturalmente,
implícita una tensión, una forma que actúa sobre una materia. Es
muy importante tener presente este dualismo, porque él garantiza el carácter
normativo y suprahistórico que confiere a la idea tradicional una perenne actualidad.
Los principios tradicionales y con ellos, de modo genérico, la idea orgánica no
son la creación de una especulación filosófica dada. En una serie de altas
civilizaciones y sociedades los encontramos vigentes en la realidad histórica.
Pero esta historicidad significa solamente la presencia de la suprahistoria (la
forma) en la historia (la materia), de la trascendencia en la inmanencia. Así
la contingencia que reviste el segundo término no puede perjudicar el primero,
y quien defiende ideas tradicionales puede y debe rechazar del modo más enérgico
la acusación de que se base en un "pasado" más o menos
"superado". Las ideas que pueden haber formado en sentido tradicional
una u otra realidad del pasado, una u otra "materia", pueden ser
separadas de ésas sus contingentes, más o menos perfectas y duraderas
encarnaciones, y concebidas como las que pueden siempre dar lugar a nuevas
estructuras existenciales, estructuras diversas pero homólogas a las de otros
períodos, sin que se imponga cualquier vínculo histórico directo con el pasado.
Pero si consideramos los tiempos
actuales, el problema de encontrar nuevas formas de manifestaciones para las
ideas tradicionales es extremadamente difícil, a causa de la
"materia" propia de estos tiempos. Esto vale para todo campo, para el
del conocimiento no menos que para el espiritual, institucional y político-social.
La idea orgánica hoy no es ya
aplicable al dominio del conocimiento y de la ciencia del tipo que ha llegado a
predominar exclusivamente en el mundo moderno, sino como un principio
simplemente formal y metodológico, y esto a causa de las limitaciones específicas
y congénitas de ese conocimiento y de ese tipo de ciencia. Cuando el mundo no
es más concebido y vivido como un todo orgánico, como un cosmos en el cual el
aspecto sensible es solamente una parte, la parte mas exterior; cuando se
abstrae metódicamente -a fin de volverlo mensurable y calculable- de toda
dimensión metafísica, es evidente que viene a menos toda posibilidad de
construir un sistema orgánico del conocimiento: ello, aun sin considerar
el inaudito despedazamiento debido a la especialización de la ciencia profana
moderna. Así, en este campo hoy la idea orgánica puede tener a lo mas el solo
valor de un principio metodológico que ordena mejor que otros un conocimiento
esencialmente inorgánico y mutilado, sin poder integrar tal conocimiento (para
el cual precisamente puede aplicarse la expresión de Othmar Spann:
"conocimiento de lo que no es digno de ser conocido") -si no para
fines puramente prácticos, en una totalidad supraordinada.
La ontología fenomenólogica de
Husserl, en cuanto habla de varias dimensiones posibles y también de varios
"contenidos de significado" encubiertos del "mundo vivido",
por descubrir mediante una profundizacion trascendental, después que una epoché
radical los ha puesto al desnudo, habría podido indicar una vía a este
respecto; una vía que, sin embargo, ni el mismo Husserl ha seguido, porque poco
después de la formulación de esta exigencia valida y, en cierto modo, revolucionaria,
se ha perdido en una mera especulación filosófica. Y si Walter Heinrich ha
indicado de modo exacto la tarea, al hablar de una Schichtenlehre
(doctrina de los estados de ser o de la realidad), de hecho, para los ejemplos
concretos, ha debido referirse esencialmente a un espacio que no es el del
saber y de la ciencia moderna, sino el de las doctrinas tradicionales
orientales o premodernas.
*
Pero las consideraciones que
seguirán se referirán sobre todo al campo político-social y a la problemática a
él conexa. El paso, en el curso de la historia occidental, de la fase de la Kultur
a la de Zivilisation (en el sentido específico dado a estos términos por
Spengler), de un mundo de tipo "tradicional" a un mundo de tipo
"moderno" (según la terminología y el esquema morfológico de Rene Guénon
y de F. Schuon), es un fenómeno tan evidente, como es evidente que tal paso
equivale al de lo orgánico a lo inorgánico. Todo verdadero Estado y toda
sociedad normal han tenido un carácter orgánico. En su centro había una idea
que informaba de sí, de modo eficaz, los varios dominios; han ignorado la
escisión y la autonomización de lo particular, y en virtud de la participación
jerárquica toda parte, en su relativa autonomía, tenía una funcionalidad y una íntima
conexión llena de sentido con el todo. Justamente hay que usar el término
"todo" respecto del sistema del que se habla: algo íntegro y
espiritualmente unitario que se articula y se despliega, y no una suma de
elementos, un agregado y un desordenado interferirse de fuerza y de intereses
divergentes. Naturalmente, en el Estado tradicional se une a la idea central un
correspondiente principio positivo de soberanía y de autoridad, que constituye
el centro natural de gravedad del sistema. De esta manera, casi por espontánea
gravitación, hombres y cuerpos sociales se encuentran en "sinergia" y
se ordenan en el ejercicio de la función propia a cada uno. Aunque conservan su
autonomía, desarrollan actividades que convergen en una única dirección
fundamental. Los mismos contrastes tienen una función positiva en la economía
del todo, porque en este caso no presentan el carácter de afecciones
desorganizadoras, no cuestionan la supraordinada unidad del todo, sino que actúan
más bien como un factor dinámico y animador. La espiritualidad de la
unidad es el fundamento gracias al cual un sistema orgánico tiene por efecto la
integración de lo particular, no su compresión y restricción. Un
relativo pluralismo es un rasgo esencial de todo sistema orgánico, como lo es
una amplia descentralización, respecto de la cual el criterio es que ella puede
ser tanto más estimulada, cuanto más el centro unificante tiene un carácter
espiritual y, en cierto modo, trascendente; cuanto más él ejerce una soberana
potencia equilibrante, cuanto más sus exponentes revisten un prestigio natural
(son características a este respecto las formulaciones de aquella antigua
tradición que habla de un "actuar sin actuar", esto es, sin
intervenir de modo directo y pesante, y de un "vencer sin combatir").
"UN RELATIVO
PLURALISMO ES UN
RASGO ESENCIAL DE
TODO SISTEMA ORGÁNICO"
Puede afirmarse que la crisis
del Estado tradicional ha tenido dos causas esenciales y solidarias: de un
lado, la crisis de este mismo principio central, de otro, en parte o en el
origen como consecuencia, la progresiva regresión y atrofia en los individuos
de toda sensibilidad e interés superior, por consiguiente también de aquella
fuerza gravitacional de la que recién se ha hablado más arriba y que constituía
el invisible e inmaterial elemento vinculativo del conjunto.
Escritores de orientación
tradicional han considerado fases precisas del proceso de disolución de las
civilizaciones, de las sociedades y de los Estados tradicionales. Han hablado
del descenso del poder y del tipo de civilización a lo largo de cuatro niveles
a los que correspondían, en el mundo de la Tradición, las cuatro castas
principales: los exponentes de una autoridad espiritual, la aristocracia
guerrera, la burguesía poseedora, los trabajadores. Se trata de un esquema
historiográfico que corresponde en cierta medida al marxista; que, como el
marxista, considera los procesos generales y esenciales más allá de los
factores contingentes, locales y nacionales, pero que indica como regresión,
hundimiento y destrucción aquello que por el marxismo es exaltado como un
progreso y como una conquista del hombre. De civilizaciones y Estados al vértice
de los cuales había una autoridad espiritual y sacra se ha pasado al ciclo de
los Estados regidos por jefes que son representantes sobre todo de la
aristocracia guerrera; la tercera fase es el advenimiento y la soberanía de la
burguesía capitalista (como consecuencia de la revolución del Tercer Estado),
con la correspondiente separación y absolutización del campo de la economía; la
última fase es el surgimiento y la pretensión al dominio universal de una
civilización que corresponde al nivel, al modo de ser, a los intereses y a los
"ideales" de la última clase, del proletariado, de las masas
trabajadoras, las que, en fin, son lo simplemente colectivo. Estos son los
rasgos esenciales, objetivos y generales del proceso de la disolución del mundo
tradicional, por tanto también de toda sociedad orgánica y del verdadero
Estado. El vértice desciende cada vez más abajo, hasta disolverse en la simple
base de la pirámide[1].
Desde la doctrina de la
totalidad se ha indicado repetidamente, y con énfasis, la parte disgregadora
que en este proceso ha tenido el individualismo. El individualismo anárquico,
efectivamente, está en la base de un momento esencial de la disolución de todo
nexo orgánico; su aparición conduce al atomismo social, al reino de la pura
cantidad; pero es también (y eso es muy importante subrayarlo) la fase
antecedente de formas violentas de organización de lo externo, las que, al fin,
buscan frenar el caos a través de una mecánica, opaca reglamentación y
centralización. De estas formas, como se sabe, el caso límite es el llamado
totalitarismo, en el que se debe ver la inversión y la contrahechura de un
sistema orgánico. Pero la polémica antiindividualista encuentra su límite en
el hecho de que el proceso involutivo, ya desde un cierto tiempo y en muchas áreas,
ha ido decididamente mas allá de la fase del individualismo, el cual está
propiamente ligado al humanismo, a la Ilustración y, en general, a las ideologías
de la revolución del Tercer Estado. En la fase sucesiva el individualismo está
ya, en gran medida, excluido por la fuerza misma de las cosas y por una fatal
dialéctica.
"EN
EL LLAMADO TOTALITARISMO SE DEBE VER LA INVERSIÓN Y LA CONTRAHECHURA DE UN
SISTEMA ORGÁNICO"
En efecto, el individuo es
necesariamente un punto de equilibrio inestable porque ésta es también la
condición, en general, del ser humano. El hombre se encuentra situado
interiormente entre aquello que es suprahumano y supraindividual, y aquello que
es subhumano y subindividual; es ésta una verdad que ha sido siempre reconocida
por toda doctrina tradicional. Cuando el individuo se aparta de lo que es superior
a él, cuando rescinde todos aquellos lazos que no lo limitaban, sino que
lo sostenían y lo protegían, puede sólo ilusionarse de poder vivir por sí, de
modo autónomo y libre; en breve, en cambio, de un modo u otro, sucumbirá al
poder de aquello que es inferior a él, es decir, de lo subpersonal, de
lo colectivo y de lo sub-racional. Y éste es, precisamente, el espectáculo
ofrecido por los tiempos más recientes, en los que el mundo del Tercer Estado
está por ser tumbado y sustituido por el del Cuarto Estado; no es ya del caso
hablar de individualismo, sino de fuerzas colectivas y elementales que,
teniendo como centro de cristalización "mitos" varios, arrastran los
individuos y los grupos y conducen catastróficamente hacia las situaciones y
las formas con las cuales probablemente, a menos que intervengan hechos hoy del
todo imprevisibles, se cerrará un ciclo.
Quien tenga una tal visión de
los nexos históricos no puede dejar de reconocer la dificultad del problema de
asumir la sociedad y la humanidad contemporánea como una "materia"
susceptible de recibir como sea una "forma" en una dirección que
lleve hacia una nueva manifestación de la idea orgánica y tradicional. Allí
donde el "progreso", en las sociedades de hoy, ha alcanzado las
formas límite ya indicadas, esta tarea debe declararse absolutamente imposible.
Para quien sea todavía capaz de reconocer las ideas tradicionales, éstas, como
hemos dicho al comienzo, pueden servir solamente como medida; dan un medio de
evaluar con exactitud el caos, el desorden y la subversión que se esconden al
interior de la civilización última, que está podrida precisamente en el apogeo
de su aparente grandeza.
Acaso todavía es concebible una
acción en las áreas aún no embestidas por las variedades del demonio de lo
colectivo. Para poder alcanzar algo sólido, aquí es necesario seres capaces de
un coraje intelectual y buscar un cuadro del todo especial para la forma
posible de un nuevo ordenamiento. El problema por enfrentar, antes de cualquier
otro, es el de los residuos. Especialmente en el área occidental europea
subsisten usanzas, instituciones, formas de la costumbre, valores del mundo de
ayer, vale decir del mundo burgués, que demuestran todavía una cierta
persistencia. En general, cuando hoy se habla de crisis, la mayor parte de los
autores toma como referencia efectiva justamente el mundo burgués; son las
bases y los ídolos de la civilización y de la sociedad burguesa los que sufren
esta crisis, los que están amenazados de disolución. No es el mundo que
hemos llamado de la Tradición: un mundo, por lo demás, del cual esos
escritores no tienen en general ninguna idea, o sólo una idea distorsionada e
incompleta. Social, política y culturalmente está derrumbándose el mundo que ha
tomado forma a partir de la revolución del Tercer Estado y de la primera
revolución industrial, aunque con ellos estén todavía mezclados, a veces,
algunos restos de un orden más antiguo, pero ahora debilitados en su contenido
vital originario.
Todo aquello que es burgués debe
considerarse, por consiguiente, como surgido a la vida a través de procesos que
han tenido un carácter negativo y subversivo, y en muchos casos en los fenómenos
actuales de crisis debe verse una especie de Némesis, de acción de rebote: son
precisamente las fuerzas puestas en acción contra la precedente sociedad
tradicional y aristocrática europea las que se vuelven contra aquellos que las
habían evocado, culpables a su vez, y que tienden a llevar más allá, hacia una
fase ulterior más aguda, el proceso general de desencadenamiento. En el campo
económico-social, por ejemplo, esto aparece de modo clarísimo, mediante las
evidentes relaciones que corren entre la revolución burguesa del Tercer Estado
y los sucesivos movimientos socialistas y marxistas, entre liberalismo y
democracia de un lado y socialismo del otro. Los primeros han hecho de simples
pavimentadores del camino a los segundos, y éstos, en un segundo momento, después
de haber dejado que asumieran tal función y minasen los ordenamientos previos,
aspiran sólo a eliminarlos. Pero la misma dialéctica se puede reencontrar en
otros terrenos, y a este respecto hay que reconocer que los ideólogos marxistas
tienen una visión bastante más adherida a la realidad que sus adversarios, los
cuales continúan meciéndose en ilusiones y no tiene ninguna idea de la fuerza
que rige todo el proceso.
Si así están las cosas, una
solución hay que descartar sin más: la que consiste en apoyarse en todo lo que
sobreviva del mundo de la burguesía, en defenderlo y en emplearlo de base
contra las corrientes más agudas de la disolución, eventualmente después de
haber buscado reforzar y reanimar estos restos con algunos valores más altos,
esto es, tradicionales. Dada la situación general actual, ello significaría de
hecho ilusionarse sobre ias posibilidades existentes. Las transformaciones
sobrevenidas son demasiado profundas para ser reversibles. Las fuerzas pasadas
o en vías de pasar al estado libre hoy son tales, que no pueden ser
reconducidas a las estructuras del mundo de ayer. Además, precisamente el hecho
de que sólo a esas estructuras se refieren las tentativas de reacción y de defensa,
y que ellas están privadas de toda legitimidad superior, ha dado particular
fuerza a una crítica destructiva. Si en muchos sectores del mundo contemporáneo
se ha llegado a un punto cero de los
valores y del nihilismo, ello se debe precisamente al hecho de que los valores
de los cuales se trataba eran los del mundo de la burguesía, entrado en
decadencia. Así, reconocer de cualquier modo validez a aquellos restos, ligar a
ellos valores de un orden mas alto, es decir valores tradicionales, significaría
crear un equívoco tan inadmisible idealmente como peligroso tácticamente. Repitámoslo:
los valores tradicionales no son los valores de la época burguesa. Dada
esta naturaleza de aquello que ha entrado en crisis, hay, por consiguiente, que
preguntarse hasta que punto tal crisis representa, en sentido hegeliano, una
"negación de la negación". El problema entonces es el de establecer
si después de esta "negación de la negación'' resta la pura nada, o bien
un espacio libre para una nueva construcción. El signo precedente a un
necesario coraje espiritual se relaciona con este punto.
"UNA
SOLUCIÓN HAY QUE DESCARTAR SIN MAS: LA QUE CONSISTE EN APOYARSE EN TODO LO QUE
SOBREVIVE DEL MUNDO DE LA BURGUESÍA"
Después de haber fijado todo
esto, se puede volver al problema del cuadro en el que, eventualmente, pueda
todavía realizarse una idea orgánica. Esta idea, hoy, no puede ya basarse sobre
nexos vitales dados. El individuo esta ahora solutus, disuelto;
lo que todavía puede unir a los individuos pertenece esencialmente a un régimen
de residuos. Esta situación es, en cierta medida, ambivalente. Hay en ella un
lado potencialmente positivo, que dice relación con la superación de cualquier
naturalismo. Se ha dejado atrás el mundo de la existencia segura ligada a
comunidades y unidades del pasado que, casi, eran anteriores al individuo y en
las cuales hace ya tiempo que había venido a menos la tensión animadora
originaria. A este respecto el desierto crece y crecerá siempre mas; de donde
el tema de la angustia y de la soledad existencial en aquellos que han sufrido pasivamente
este proceso (la expresión mas drástica de esta situación es la concepción de
J.P. Sartre de la libertad como algo "a lo que se esta condenado²). Así la evaluación real no puede ser la de
un ingenuo optimismo y la de la historiografía ilustrada y progresista. Se
trata, en cambio, de comprobar un proceso general que como se ha dicho, tiene
esencialmente un carácter disolutivo. El problema es ver si para un determinado
tipo humano ello constituye una prueba, casi un desafío para un núcleo
esencial en él, que permanezca intacto y que pueda servir de punto de partida
para nuevas formas de orden.
La situación se puede definir
también del modo siguiente: en el mundo precedente la totalidad preexistía a lo
menos idealmente los individuos (existía ante rem) pero actuaba también
en ellos (in re) como elemento directamente determinante, casi como una vis
a tergo, tanto como para hacerse transparente o reflejarse de manera
inmediata en la realidad histórico-social. En la situación actual, el intervalo
entre lo posible y lo real deviene en cambio inmensamente más grande. Prácticamente,
el ante rem ha de considerarse inexistente, lo real puede considerarse contingente
respecto a lo posible, y el punto de partida es el individuo, la pura libertad
del individuo solutus. No existen más nexos verdaderamente vitales, y si
se debe alcanzar una nueva formación, su base puede ser sólo una excepcional
vocación y una nueva y peligrosa libertad. Por tanto, por el momento un
religamiento a lo dado falta en amplia medida. El elemento fundamental es la
voluntad pura, y el presupuesto esencial es la medida en que, sobre la base de
la voluntad pura y sin apoyos, el individuo tenga la capacidad de una
autotrascendencia ascendente, sin apoyos naturalistas, emocionales ni menos
eudemonistas, con referencia a la elección de una idea en estado puro. La idea
destacada, la pura forma (el elemento "forma" de la dualidad
forma-materia en la realidad tradicional), que se presenta como aquello solo
que puede unir o dividir: la idea, y ninguna de las instituciones y de las
situaciones humanas o existenciales del mundo golpeado por la crisis.
Así, el punto decisivo aquí nos
parece ser la capacidad de una especie de ascesis o de catarsis activa y viril,
en vista de la cual podrá ser saludado
con júbilo y utilizado mucho de aquello que en la sociedad y en la civilización
actuales tiene un carácter destructivo para la gran parte de nuestros contemporáneos.
Aun si ello pueda resultar doloroso, sera necesario renunciar a todo aquello
que como calor humano, seguridad e intimidad podía ser ofrecido, si no al vértice
y en su periodo "heroico", al menos en los estratos medios, en las
pequeñas comunidades y en la vida pacífica de algunas variedades de la
civilizaciones orgánicas de ayer.
La exigencia ha sido formulada
por Nietzsche cuando ha concebido el nihilismo europeo, presentado como
"la extrema conclusión lógica de nuestros grandes valores e ideales",
no como un punto final sino como un punto de partida, como algo que se debe
dejar detrás de si ("habiéndolo
vivido en la propia alma, tenerlo detras de sí, bajo sí, fuera de sí") para proceder a una nueva acción creativa
(naturalmente, aquí hay que hacer toda clase de reservas sobre lo que Nietzche
proponía para esta nueva fase). Tal vez una contribución válida y más
actualizada, aunque también en una forma muy poco sistemática, ha sido hecha más
recientemente por Ernst Jünger, cuando escribió su libro "Der Arbeiter
- Gestalt und Herrschaft" (El Trabajador-figura y señorío). En él la
exigencia era justamente la de la creación de nuevas unidades orgánicas sobre
base de una impersonalidad y de un "realismo heroico", con eliminación
de todos los mitos y las justificaciones, los ideales y los sentimientos de la época
burguesa, más allá tanto del individualismo como del colectivismo. Vuelve, en
cuanto principio, algo que era, también propio, en un campo restringido, al
llamado principio de las "sociedades de hombres", pero aquí sobre el
fondo harto diverso del mundo moderno, que en tantos de sus aspectos actúa de
modo destructivo y desanimante sobre la humanidad última. Nosotros mismos, en
un libro bastante reciente, hemos enfrentado y desarrollado la misma problemática[2].
"UNA
ESPECIE DE ASCESIS O CATARSIS ACTIVA Y VIRIL, EN VISTA DE LA CUAL PODRA SER
HASTA SALUDADO CON JUBILO Y UTILIZADO MUCHO DE AQUELLO QUE TIENE UN CARÁCTER
DESTRUCTIVO"
La parte que en las nuevas
posibles unidades tiene el momento de la objetividad y de la voluntad pura es
de una importancia fundamental, porque a él se puede asociar la orientación más
apta para la defensa contra cualquier "autotrascendencia
descendente", es decir, aquella regresión de la personalidad en lo
colectivo, en lo elemental-subpersonal y en lo irracional que, bajo el signo de
uno y otro mito, de una u otra ideología, es característica, como hemos visto,
de las formas ultímales de un mundo en disolución.
No se deben ocultar, con todo,
los problemas que esta misma solución presenta, el riesgo de una situación que
se asemeja a la de aquellos que han roto los puentes tras de sí o que han
quemado las naves. El elemento decisivo para que en el cuadro indicado pueda
tomar forma un nuevo ordenamiento orgánico es, el fondo, un hecho metafísico:
punto, éste, que los autores citados poco antes han descuidado. Alguien ha
usado con justicia, a este propósito, la imagen de una medalla que de un lado
esta fuertemente acuñada, pero que por el reverso es informe, y también la de
una casa que ha sido repintada o reconstruida, pero donde falta aún el huésped.
Es decir, se presenta el problema de un esencial religamiento a los orígenes.
Por un lado, a las ideas que hacen de base a las nuevas unidades o, mejor, al
acto de elegir tales ideas y de avocarse a su realización superando el límite
del individuo, debería poder atribuirse un poder evocatorio: esa
espiritualidad, esa trascendencia que, por decirlo así, se ha retirado del
mundo pero que, ella sola, puede dar un crisma a las nuevas estructuras, por
tal vía debería ser llevada a una nueva manifestación en el mundo oe los
hombres y de la historia.
Aquí se presentan problemas que en el cuadro de
estas breves consideraciones no pueden ser
examinados. Se debe, sin embargo, destacar que la presencia de este
momento trascendente es la condición
indispensable para la verdadera diferenciación jerárquica, para la articulación de un todo según un rango y no según mera funcionalidad. En efecto, es
propiamente éste el carácter distintivo respecto a todo falso tipo de
totalidad y de orden: la existencia de
cualidades distintas, no reducibles al simple modo de vida ni a sus eventuales potenciamientos en
uno u otro sentido. Faltando esto, el círculo permanece cerrado, falta aquella
dimensión en profundidad, aquella "metafísica" sin la cual no existe
un verdadero sistema orgánico. Toda articulación será contingente, precisamente
por la falta de aquel crisma que asegura su inalienable derecho.
No es fácil concebir el modo
mediante el cual una consagración pueda conferir una nueva legitimidad a
hombres nuevos, que se mueven en el mundo creado por la técnica y la máquina,
mundo en larga medida deshumanizado y devastado espiritualmente, pero también
invadido por lo elemental. Aquí todo plan y toda previsión deben detenerse, y
no nos debemos ilusionar sobre algún curso natural de los acontecimientos y de
la historia, como según el ingenuo e incurable optimismo de diversos escritores
de hoy. Hay sólo que remitirse a un hecho trascendente, con todo lo que de
problemático tal idea comporta.
JULIUS EVOLA*
[1] Todo este proceso ha sido
examinado de cerca en la segunda parte de nuestra obra Rivolta contro il
Mondo Moderno, Ed. Mediterranee, Roma, 1969, 3a. ed. (Hay edición
en castellano).
[2] J. Evola, Cavalcare la
Tigre, Scheiwiller, Milán, 1961, 1a. Ed. (Hay edición en
castellano).
* “Funzione e significato dell’ idea
organica”, en Ordine Nuovo N°
4, Roma, diciembre de 1971. Republicado en Quaderni di Testi Evoliani N°
6, Roma. Primera traducción al castellano: Ciudad de los Césares N° 1,
mayo-junio de 1988.