domingo, 1 de junio de 2014

CONSIDERACIONES SOBRE EL ANARCA

Ernst Jünger.-



CONSIDERACIONES SOBRE EL ANARCA



l.


A partir de la novela de Ernst Jünger,
Eumeswil (1977), se habla mucho en algunos círculos del Anarca, como una figura o tipo que encarnaría el distanciamiento frente a los aspectos peores de la última Modernidad; o como un camino a seguir, el único digno para hombres de verdad libres. Nos interesa, en consecuencia, repasar el texto de Jünger para verificar lo que puede haber de tal figura.

Como en Heliópolis, en Eumeswil Jünger nos presenta un mundo aún por llegar: se vive allí el estado de cosas consecutivo a los Grandes Incendios –una guerra mundial, evidentemente- y a la constitución y posterior disolución del Estado Mundial. Un mundo simplificado, en que aparecen formas semejantes a las del pasado, los principados de los Khanes, las ciudades-estados. El nombre de la ciudad de "Eumeswil" viene de su fundador, Eumenes: éste es el nombre de un personaje cuya biografía escribió Plutarco: secretario de Alejandro Magno y, luego de su muerte, uno de los diádocos o sucesores que lucharon por los despojos del imperio del Macedón. Al elegir e! nombre de esta figura histórica, Jünger quiere marcar el carácter postrero del ambiente que da a su novela; como el de la época helenística que sigue a Alejandro, como en Alejandría, ciudad sin raíces ni tradición. De análogo modo, en la sociedad de Eumeswil las distinciones de rangos, de razas o de clases han desaparecido; quedan sólo individuos, sólo distinguidos entre ellos por los grados de participación en el poder. Se posee aún la técnica, pero como algo más bien heredado de los siglos creadores en este dominio. La técnica permite, por ejemplo –y éste es otro rasgo "alejandrino"-, un gran acopio de datos sobre el pasado, pero este pasado ya no se comprende.


Como en Heliópolis, se enfrentan en Eumeswil dos poderes: el militar y el popular, demagógico, de los tribunos. Del elemento militar ha salido el Cóndor, el típico tirano que restablece el orden y, con él, las posibilidades de la vida normal, cotidiana, de los habitantes. Pero se trata de un puro poder personal, informe, que ya no puede restaurar la forma política desvanecida. Por lo demás,  tampoco en Eusmewil se tiene la ilusión de la gran política; no se trata siquiera de una potencia, viviendo como vive bajo la discreta protección del Khan Amarillo. En suma, son las condiciones de la "civilización" spengleriana, las de toda época final en el decurso de las culturas. "Masas sin historia", "Estados de fellahs", dice explícitamente Jünger.


No entran, sin embargo, en nuestro actual interés los juicios de Jünger que recaen sobre nuestra propia época, o sobre tendencias hoy en desarrollo. Se trata, por lo general, de agudas y profundas observaciones: "La libertad comienza donde se acaba la libertad de prensa"; "uno de los símbolos de los espacios sin historia son los desechos", u otras. Quienes conocen la vida universitaria, por ejemplo, sentirán la terrible verdad que encierran algunas sentencias de las páginas 32 y ss. y 299 (2a ed. española, 1981).


Entrando en materia: el protagonista y narrador de la novela es Martín Venator -"Manuelo" en el servicio nocturno de la alcazaba del Cóndor. El nombre no es simbólico; Venator no es un "cazador". Tiene de tal el ser un observador cuidadoso, pero no es su intención cobrar una presa. Es un historiador de oficio: aplica al pasado sus cualidades de observador, y de allí las reflexiones sobre el tiempo presente. Su modelo, sin duda, es Tácito: senador bajo los Césares, celoso del margen de libertad que aún puede conservar, escéptico frente a los hombres y frente al régimen imperial. Venator es también camarero, barman, en la alcazaba: como en las cortes de otra época, el servicio personal y doméstico al señor resulta ennoblecido. El camarero suele ser asimismo un observador, y en este terreno se encuentra con el historiador.


El historiador se retira voluntariamente al pasado, donde se encuentra en realidad "en su casa", y en esta medida se aparta de la política. La derrota, el exilio, han sido a veces la condición del desarrollo de uiia vocación historiográfica, –Tucídides en la Antigüedad, por ejemplo; pero en otras ocasiones el historiador ha tomado parte activa en las luchas de su tiempo. En la novela, el padre y el hermano de Venator, igualmente historiadores, están ideológicamente "comprometidos": buenos republicanos, liberales doctrinarios, cautos enemigos del Cóndor mas ajenos al mundo de los hechos que éste representa. Ellos deploran que "Manuelo" haya descendido a tan humilde servicio al tirano.


Servicio, sí, fielmente prestado, pero en ningún caso incondicional. Entre los enemigos del Cóndor están los anarquistas: conspiran, ejecutan a veces atentados... Nada que la policía del tirano no pueda controlar. De ellos se diferencia netamente Venator: no es un anarquista, es un anarca.


2.





El anarca debe ser distinguido, en primer lugar, de las otras figuras, las otras individualidades que se alzan, cada una a su modo, frente al Estado y la sociedad: el anarquista, el partisano, el criminal, el solipsista; o también, el monarca absoluto, como Tiberio o Nerón. Pues en el hombre y en la historia hay un fondo irrenunciable de anarquía, que puede aflorar o no a la superficie, y en mayor o menor grado, según los casos. En la historia, es el elemento dinámico qne evita el estancamiento, que disuelve las formas petrificadas. En el hombre, es esa libertad interior fundamental. De tal modo que el guerrero, que se da su propia ley, es anárquico, mientras que el soldado no. Cristo es anárquico, en tanto que Pablo no. El anarquista, en aparente paradoja, no es anárquico; aunque algo tiene, sin duda. El anarquista es el arquero que yerra el blanco, el jinete que al oir la señal arranca en dirección contraria. Es un ser social que necesita de los demás; por lo menos, de sus compañeros. Es un idealista que, al final, resulta determinado por el poder. "Se dirige contra la persona (del monarca) pero asegura la sucesión".


El anarca, por su parte, es la "contrapartida positiva" del anarquista. No es antagonista del monarca, sino más bien su polo opuesto. Tiene conciencia de su radical igualdad con el monarca; puede matarlo, y puede también dejarle la vida. No busca dominar a muchos, sino sólo dominarse a sí mismo. A diferencia del solipsista, cuenta con la realidad exterior. No busca cambiar la ley, como el anarquista o el partisano; no se mueve, como éstos, en el terreno de las opciones políticas o sociales. Tampoco quiere transgredir la ley, como el criminal; se limita a no reconocerla. El anarca, pues, no es hostil al poder, ni a la autoridad, ni a la ley; entiende las normas como leyes naturales: cuando llueve, hay que abrir el paraguas; y quitarse el sombrero si hace calor. Respeta las leyes tal como las señales del tránsito; el anarquista, en cambio, se asemeja al peatón que las ignora y muere atropellado.


No adhiere el anarca a las ideas, sino a los hechos. Está convencido –a fuer de historiador, dice Venator; mas en realidad éste habla aquí como anarca- de la inutilidad de todo esfuerzo ("tal vez esta actitud tenga algo que ver con la sobresaturación de una época tardía"). Neutral frente al Estado y a la sociedad, tiene en sí mismo su propio centro. Los regímenes políticos le son indiferentes; ha visto las banderas, ya izadas, ya arriadas "como las hojas, en mayo y en noviembre". No obstante, el anarca puede cumplir bien el papel que le ha tocado en suerte. Venator no piensa desertar del servicio del Cóndor, sino, por el contrario, seguir lealmente hasta el final. Pero porque él quiere; él decidirá cuando llegue el momento. En definitiva, el anarca hace su propio juego y, junto a la máxima de Delfos, "conócete a tí mismo", elige esta otra: "hazte feliz a ti mismo".


La figura del anarca resplandece verdaderamente, como la del hombre libre frente al Estado burocrático y a la sociedad conformista de la actualidad, en algunas páginas de Jünger: "los eunucos se agrupan para privar de su poder al pueblo, en cuyo nombre tienen la osadía de hablar... El deseo más último del eunuco es castrar al hombre libre. Y así, se promulgan leyes, en virtud de las cuales   'hay que acudir corriendo al fiscal, mientras violan a tu madre’". En otras ocasiones parece más bien mezquina: "quien, en medio de los cambios políticos, permanece fiel a sus juramentos, es un imbécil, un mozo de cuerda apto para desempeñar trabajos que no son asunto suyo". "(El anarca) sólo retrocede ante el juramento, el sacrificio, la entrega última". "Solo cabe una norma de conducta" -dice Attila, médico del Cóndor, a su modo también anarca- "la del camaleón..."


3.



La pregunta es si el anarca constituye una figura ejemplar –esto es: para cierto tipo de hombres que no se reconozca en las producciones sociales últimas. Pues si la del anarca es la "actitud natural" –hay que agregar que se encuentra también en "el niño que hace lo que quiere" (cf. J. Hervier, Conversaciones con Ernst Jünger, 1986; recensión en C.C. 20)-, entonces nos hallamos ante simple situaciones de hecho que no tienen ningún valor normativo ni ejemplar. Desde siempre, en efecto, los hombres han querido rehuir el dolor y buscar lo agradable; por otro lado, apartarse de una sociedad decadente y que llega a ser asfixiante es una cosa sana. El anarca tampoco es el Calicles del Gorgias platónico, que sostiene que las leyes son sólo una trampa para enredar al hombre fuerte por naturaleza: que éste debe deshacerse de todas esas trampas y mentiras. Como hemos visto, el anarca no se levanta contra las leyes, sino que cuenta cor ellas. Venator invoca a Epicuro como modelo: debería haberse referido más bien a Aristipo de Cirene, discípulo de Sócrates y fundador de la escuela hedonista, quien proponía una vida radicalmente apolítica, "ni gobernante ni esclavo", con la libertad y el placer como únicos criterios. Jünger reconoce de buena gana que el tipo del anarca se encuentra, socialmente, en el pequeño-burgués, piedra de tope de más de una corriente de pensamiento: es ese artesano, ese tendero independientes y ariscos frente al Estado La figura del anarca es más familiar al mundo anglosajón, especialmente al norteamericano, con su sentido ferozmente individualista y antiestatal: del cow-boy solitario o del out-law al "objetor de conciencia". Tiene su lado valioso, sin duda: el "derecho de cada ciudadano a poseer su rifle", que sostienen ciertos ambientes norteamericanos, está en la mejor línea del anarca y del rebelde contra la masificación burocrática. Se sabe, desde luego, en que condiciones sociales específicas han florecido estos modelos.


Pero las sociedades "post-modernas" actuales se distinguen por el más vulgar hedonismo; su tipo no es el del "superhombre", sino el del "último hombre" nietzschiano, el que cree haber descubierto la felicidad. El tipo del "idealista" y del "militante" pertenecen ya a etapas superadas; hoy, es el individuo de las sociedades "despolitizadas", soft, que toma lo que puede y rehusa todo esfuerzo. ¿En qué se diferencia de este tipo humano el anarca? Sin duda, por lo menos –y no es pequeña diferencia- en que el segundo está libre de las ataduras sentimentales, ideológicas y moralistas que aún caracterizan al primero.


Es verdad, la figura misma de Venator está "históricamente" condicionada: aparece colocada en una de esas épocas postreras en las cuales nada se puede ya esperar. Habría que esclarecer si efectivamente nuestra propia época es una de aquéllas. Pero lo dicho sobre anarca tiene un alcance más universal: en cualquier tiempo y lugar se puede ser anarca, independientemente de las condiciones exteriores. Está bien: se puede concebir una situación extrema en que lo único que importe salvar sea la libertad interior. Mas el anarca no necesariamente vive situaciones extremas; ¿por qué habría de colocarse en una tal?


La senda del anarca termina en la retirada. Venator ha estado organizando una "emboscadura" temporal –según el mismo Jünger recomendaba en una obra anterior, Der Waldgang (1951)-, para el caso de caída del Cóndor. Al final, seguirá a éste, con toda su comitiva, en una expedición de caza a las selvas misteriosas más allá de los confines de Eumeswil: una emboscadura radical, o la muerte. no se sabe el desenlace. Del mismo modo, en Heliópolis, el comandante Lucius de Geer y sus compañeros se "retiran" en un cohete, con destino desconocido. Pero es, sí, después de haber luchado sus batallas; tal como los defensores de La Marina, en Sobre los Acantilados de Mármol, no buscan refugio sino después de dura lucha con las fuerzas del Gran Guardabosques. ¿Habrá que entender esas "retiradas" en un sentido esotérico, como el "paso" a un estado superior? La fugaz alusión a experiencias de tipo iniciático en Heliópolis y en Eumeswil no autorizan una tal interpretación; el anarca pertenece a un plano enteramente "exotérico" o "profano".


Por cierto, Jünger mismo no siempre ha actuado como anarca; no como Venator, por lo menos. Bajo Hitler hubiera podido ser más que un camarero, si lo hubiese querido; le habría bastado con un gesto de buena voluntad (Por el contrario, su apartamiento crítico le hubiera podido traer malos ratos, si el mismo Hitler no hubiese dicho a sus impacientes subalternos: "a Jünger, déjenlo tranquilo". Cf. entrevista a Jünger en L'Express, 11 -17 de enero 1971). ¿O acaso la diferencia está en que el Führer no era un dictador militar, como el Cóndor, sino un tribuno popular? Si es así, resulta entonces que al anarca no son del todo indiferentes las situaciones políticas.


Hay que distinguir, claro está, diversas vocaciones humanas. La acción cuadra a las naturalezas activas, a los "guerreros", a los kshatriya –en terminos de la tradición hindú. No puede medirse por la medida de éstos a todo genero de hombre; las vocaciones contemplativas también tienen su derecho. Mas el anarca, ¿en qué línea se sitúa?


A este respecto, puede ser ilustrativa la comparación del anarca de Jünger con el "hombre diferenciado" de Julius Evola, dado que cierta semejanza hay. En Cavalcare la tigre (1961), este último proponía a cierto tipo de hombres el camino de la apolitia, que partía de la comprobación de la ausencia actual de Estados, partidos o movimientos que representaran una idea superior y a los cuales se pudiera adherir incondicionalmente: desinterés, por lo tanto, y desapego por todo lo que hoy en día es "política". Pero, aparte de que para Evola la vida misma en el "mundo de la disolución" puede tener carácter de prueba –en una perspectiva diferente a la de Jünger-, el desapego recomendado es una actitud interior, que no obsta a una eventual acción política, siempre que importe sólo la  acción en sí y su carácter impersonal; siempre que no se vea comprometido el ser (cf. Hieromnemon, "Evola. Rebelión contra el mundo moderno", C.C. 16; M. Ghio, "Cabalgar el tigre en 1992", C.C. 24). Y en unas páginas dirigidas al joven anarquista de derecha, Evola considera con mayor énfasis el activismo político. Aunque sea difícil –dice- encontrar en la actualidad un grupo político, un frente o un partido que defienda verdaderamente las ideas por las cuales vale la pena batirse, de todas maneras afirmar una "presencia" por la acción será siempre útil. Incluso, llega a contemplar las posibilidades de la acción violenta, de una especie de Santa Vehme "capaz de tener a los principales responsables de la subversión contemporánea en un estado de inseguridad física constante" (L'Arco e la Clava, 1971, 2a. ed.).


También Evola era escéptico respecto de las posibilidades políticas del presente. De cualquier modo, señalaba una vía más matizada –por que tomaba más en cuenta distintas circunstancias- y, al mismo tiempo, más acorde a naturalezas activas que la vía del anarca. Pues, como –desde otra posición- decía Sócrates a Aristipo: "lo que tú dices sólo puede tener algún sentido si la senda de que hablas evita también pasar a través de los hombres, igual que evita el gobierno y la esclavitud" (Jenofonte , Memorabilia, II, 1).
E..J.A.
Publicado en Ciudad de los Césares N° 28,  Enero/Febrero de 1993.

domingo, 20 de abril de 2014

Reasunción del principio hyperbóreo





REASUNCIÓN
DEL
PRINCIPIO
HYPERBÓREO[1]
1
Se debate por la proximidad del quinto centenario de América, un campo histórico confundido, o por el reduccionismo de un pretérito cancelado, aunque reasumido como fuente indígena prehispánica, o por el reduccionismo de una cristiandad ya obsoleta por causas más complejas y difíciles de resumir en este breve ensayo.
Deslindar campos precisamente neblinosos por una confusión inextricable, por la impericia y la insapiencia americanas, trajinadas en corrientes contradictorias, no es tarea fácil desde luego. De todas maneras el camino de América es otro, respecto de la Europa post- moderna (1950-1990), o que insinúa en este lapso una supuesta postmodernidad liberadora y galáctica, planetaria, mundialista y ecuménica, más allá de toda fuente y de toda raíz, atenta sólo a los signos de un poder; éste manipula, niega y/o concede, como la única arkhé, que sin agotar el tiempo, lo proyecta en una multívoca concentración de fuerza y destino. Pero ésta sería otra cuestión aunque implícita en los trasfondos de la real o supuesta postmodesnidad.
De cualquier modo, la Europa que le precede, siglos XV-XX, nacida del humanismo erasmista y cardenalicio (Cisneros), y de Roma y la Europa Oriental, en todo caso afectada por Bizancio, parece naturalmente insertada en la Tradición Clásica; mientras que la extrema modernidad y postmodernidad a su vez dan por canceladas y perimidas las instancias, otrora orientadoras, de aquella Tradición.
Así pues para Europa Occidental románico-germánica es menester, como decía U. Hölscher, reconocer una “chance” de regeneración clásica, con toda la carga de la Filología desde el siglo XVII; para Europa Oriental bizantino-eslava es menester la relectura de F. Dostoievsky, W. Soloview, S. Boulgakof, etc. por dar nombres indicativos, pero que reasumen un saber diferente, más allá de la filología erasmista, bebido en la experiencia de la espiritualidad patrística greco-bizantino-rusa. Otros parámetros pues, otra semántica, otra inhabitación del mundo del espíritu en el ámbito de la cultura y de la paideia filosófico-teológica. Pero para América, sobre todo América Románica, ¿qué? Aclaro que esta denominación pretende cancelar una disputa nominalista, verdadero laberinto de interpretaciones que aquí no discuto, tomada en un piélago de fantasmagorías inútiles sin embargo. La presencia de la Antigüedad es decisiva en la lyrica contemporánea (1900-1950), pero no sólo por estímulo de la filología reconstructiva de la cultura antigua, sino sobre todo por una experiencia que contactá con las raíces del mundo hyperbóreo. Lo que Rilke llamará das Offene (lo Abierto).

2
Según este breve prólogo, interpongo mi tesis de “rinascita de lo principial”. Uso un vocabulario italiano, que propone una semántica compleja: Rinascimento-rinascita. Convengamos en mantenemos dentro de tales parámetros.
Por otra parte, la crisis de la Filología Latina en Europa, y la crisis de la Filología Griega, menos ostensible, nada tiene que ver con nuestra situación desértica, infecunda, in-viable, pre-cuaternaria y en dimensiones cosmogónicas, cuando no ha advenido –digo- “el reino de las Musas”, para hablar en lenguaje simbólico. En suma, pretender un “rinascimento” en América Románica, haciendo del siglo XXI un siglo XV, es un disparate, una ruta inviable.
Al primer giro que despeja los lindes inexcusables, sigue un segundo giro: el latín en América y la crisis de la Iglesia Romana, cuestión que no se plantea del mismo modo para Europa del Oeste y mucho menos por lo que acontece, en esta década, para Europa Oriental. Pues la historia del latín en América es absolutamente incompatible con una “arkhé”, sobre todo entre los “latinistas”, paralizados frecuentemente por la Gorgona en la concepción escolástica. De manera más clara, arrastramos una sobrecarga funesta, a causa de la ratio studiorum, que esterilizó a América hispánica en muchos sentidos incompatibles con la vida del espíritu.
Todo esto es, desde luego, un deslinde provisorio para mi concepción de “rinascita de lo principial”, antes de ser sumergidos en las convulsiones que se preparan, inevitablemente adscriptas a nuevas utopías, pero que de todos modos comportan la “revolución semántica totalitaria”. ¿Qué es pues “la rinascita de lo principial”?

3

Explico primero como siempre la semántica de la frase, la suppositio analítica y compuesta. “Rinascita” en su sentido fuerte románico-itálico, diverso de “rinascimento”, “rinascimentale”. “Principial” (neologismo castizo); no confundir desde luego con “principal”. Lamentablemente el castellano tiende a mezclar e igualar, sobre todo en el castellano hablado en América, los dos epítetos, que nacen, es verdad, de la misma raíz latina, pero no significan lo mismo. “Principial” es esencia del “Principium”, metafísicamente considerado. “Principal” torna a convertir en cabeza de la serie histórica aquella esencia semántica absoluta; o bien, destaca como epíteto una identidad sobresaliente en la serie. Finalmente se toma casi un expletivo de comodidad descriptiva: refuerza una frase o un giro nominal complejo. Insisto:  “principial” recupera como epíteto la onticidad absoluta, incambiable, articulada también en la manifestación. “Principal” resulta un giro congruente en una referencia semántica mayor.
La “rinascita de lo principial” es pues dimensión del “principium”, que es “vida y luz”, deidad inconcusa y plena. Es preciso entonces releer el Prólogo de nuestro maestro San Juan Evangelista, verdadero ‘tractatus’ theológico acerca de la arkhé. “Rinascita de lo principial” es pues óntico-theándrica, según mi vocabulario theológico, cuya historia se desenvuelve en la patrística griega con bastante claridad designativa y semántica. América no comporté ni comporta tal “injerto” hyperbóreo, como no lo comportaba el sur itálico antes de Pitágoras, Jenófanes, Parménides u otros; o en forma más general antes de la presencia espiritual, lingüística del noein dórico-jónico, o sea seguramente antes del siglo VIII a. C. Ese noein resulta connatural a la estirpe y lengua indoeuropea, y encuéntrase excluido de la estirpe mediterránea, con anterioridad al año 2.000 a C. El conflicto entre “principio” hyperbóreo y su noein connatural y divino, o mejor theándrico, remonta pues a los orígenes de la cultura profunda, y a la conciencia de una escisión con “las fuerzas aquerónticas”, tan ostensibles por ejemplo en la historia de cartagineses y púnicos o tyrios, sus tensiones oscuras, semejantes a las que encontraremos en América precolombina.
“Rinascita de lo principial” tiene dos laderas: 1) la emersión del principium; éste es objetivo, óntico, pero no necesariamente histórico; 2) la inteligibilidad del principium; y éste es el lado nuestro, de la humanitas que se hace principial por el noein, el injerto hyperbóreo que regenera en un espacio y en un dialecto la virtud desembozante de la arkhé. De alli los orígenes de toda lengua poética, que en el espacio indoeuropeo, es siempre hyperbórea. Por eso aludo al “lado nuestro”, quoad Americam, según giro epocal, que podría ser ahora apokatastásico y regenerativo respecto del noein mentado y entrevisto, en cuanto noein absoluto.
Aclaro sin embargo para no confundir la perpectiva semántica verdadera que el “principium” a que me refiero no es precisamente una suerte de arkhé presocrática, preparmenídea, o incluso preanaxagórica, como si América hiciera el descubrimiento de Sócrates, cuando desentrañó el peri physeos de Anaxágoras. Tampoco es el einai parmenídeo, tomista, heideggeriano, por donde caminan otros peregrinos del noein irrestricto. Aquí debemos interponer y reinterpretar la doctrina de Dionysio Areopagita: ella es en theología la expresión del “principium” hyperbóreo, como lo fue en Parménides, Empédocles y Anaxágoras. Es Dionysio quien forja la semántica de la “theandriké enérgeia”, con la que nosotros definimos ahora de modo absoluto la esencia hyperbérea y su radicación en la existencia hyperbórea, mítica, lyrica, cultual, theológica, heroica, festiva, celebrante y operativa en los signos promotores, Gestalt protohistórica de todos los gestos históricos. Nada evolutivo comporta esta visión. Por el contrario afronta la curva involutiva, en la búsqueda de una regeneratio. Pues debemos reactualizar una aserción sin fronteras de divisiones dialécticas, a saber: la “theandriké enérgeia” del Areopagita es realísima en la deidad Trinitaria y en el Kosmos, incluida la Tierra, donde nos movemos, vivimos y somos. Así pues de este “principium” o arkhé se trata, la cual invistió quince siglos de pensar trinitario cristiano greco-romano-germánico, con consecuencias históricas espirituales, culturales linguísticas semánticas, estéticas, cuyas tardías olas llegan a América, en un “ricorso” ya extinguido. Ese “ricorso”, apagado a su vez se extinguió en el siglo XVII, o tal vez antes. Resulta indiferente precisar un linde nítido, pues de cualquier modo padecemos nosotros la extinción, y la carencia, o el vacío. Es una América de cinco siglos depopulata del Principio hyperbóreo.
El principio theándrico se ha replegado objetivamente, realiter; y los remanentes secos por el desglose consecuente, caerán. Pero también alienta lo que llamo “regeneratio” o “rinascita”, desde la ladera entitativa, no sólo desde la ladera del noein historificado, o patente en el tiempo. La primera es enérgeia independiente y libre, raíz de cada eón, con sus incognoscibles despliegues. La segunda es enérgeia del pensar, como dimensión absoluta, trocada en camino regenerativo, injerto apokatastásico, experiencia comunicativa del ente.
Ahora bien, el kairos denotado aquí representa una coyuntura de desembozo reinserto por manifestación del principium –como si fuera otro eón, propio de América- y por reasunción del manifestante en un pensar (noein) histórico, que debe disponerse, prepararse, cobijarse para América –refugio, para América- madurez de otra vía cosmogónica, intentando erigir precisamente la América theándrica. Esperaría ella en la manifestación del pensar, la “rinascita de lo principial”, aducido aquí, como término del hodós y cruce del pórtico (Según la imagen eleática).
Es como un itinerario mystico: la vía katártica, la vía iluminativa y la vía consumativa y unitiva. Estamos quoad Americam discernitur (en cuanto se puede vislumbrar para América) en la posibilidad de la primera. Caveant Helladis filii, ne quid detrimenti res publica philologica americana capiat. (Procuren los hijos de Grecia que la comunidad de la Philología americana no sufra ningún menoscabo). Tal sería la divisa para transcurrir de la primera a la segunda, y producir un cierto desembozo del acto de “pensar”, sin reduccionismo. Por el contrario, la vía katártica implica la construcción (Aufbau) de una nueva philología en el noein: la aduzco pues pese a todo como ladera subsistente en la condición precaria del desglose y en el repliegue del “Principium”. Philologia es aquí en el contexto de mi meditación, la reasunción originaria semántica, que hace de la lectio rerum litterarumque (lectura de las cosas y de los textos) una experiencia lyrica hyperbórea, como fue la de Píndaro, en su momento, la de Virgilio en el suyo, la de Petrarca, Darío, Rilke, en cada perfil lingüístico y en cada ostensión del anima mundi. Lo que Rilke llama das Offene, Píndaro to thaumastón. Por lo “abierto y “maravilloso” esplenden precisamente los hyperbóreos, para los hombres “áureos”, subsistentes en medio de las edades decaídas, como la que transcurrimos. Hasta qué punto ignoró América el fulgor hyperbóreo, sería dificil precisarlo. Quizá pugna por desocultarse en la emersión de la “utopía”. Pero no resulta claro si la “utopía” no es en realidad una regresión cosmogónica, y por tanto aquende todas las edades hesiódicas o mezclada con la sangre impura de sacrificios mágicos. Pues los hyperbóreos son divinos, pero no mágicos. La diferencia comporta sin duda una distinción importante entre Europa hyperbórea y América atlantídea. Sería éste otro tema digno de revisarse con mayor cautela. Europa es mythico-theándrica. América es utópico-atlantídea, es decir, sede de un oscuro poder aqueróntico, vigente también hoy por misteriosos trámites geohistóricos.
He ahí pues nuestra situación ambivalente, o como se dice ahora ‘de alternativa” (frente a Europa, Oeste y Este). He ahí un destino posible, que forja el “principio” de una voluntad heroica, y pone a América en ámbito mítico incoativo, pero regenerativamente “principial”.

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Todo
ello sin embargo implica la ascesis en el griego, en el griego helenístico, en el griego patrístico. Cuando digo “griego” no me refiero a la exangüe existencia que le damos a veces los “profesores” de griego, con la morphosintaxis reduccionista, sinóptica, sino a su vida real, lingüístico-histórico-textual, cultual, mystica, theológica, en una palabra, theándrica. Pues el griego es per se una proferición theándrica, una “enérgeia” o soplo que inviste la divino-humanidad, no el logos separado, atención, como lo ha concebido la filología positivista de siglo y medio. No. El principio theándrico inviscerado en lenguaje histórico, eso es el “griego”, la “theandriké enérgeia” que dice Dionysio Areopagita y que despliega la theología de San Juan Damasceno según un desarrollo sistemático de trasfondos agapísticos, cultuales, litúrgicos y mysticos.
Pero hay un solo griego, del cual estoy hablando: de Homero a Symeón Neos Theologos por poner hitos contrastantes. Dionysio, Symeón y muchos otros están en Homero, y Homero regénerase en ellos. Son hitos, como digo: podemos elegir otros meramente indicativos o recapitulatorios, avizorar hombre y obras, tempestades y remansos, inhabitaciones y desocultamientos complejos. Ese itinerario concreto nunca afectó a América, ni América transcurrió para nada tales penetrales o tales obnumbraciones y claridades semánticas, de cuyas raíces pudiera advenirle ein stärkeres Dasein. De esto se trata en definitiva. Dicho ahora en términos ónticos, nunca inhabitó en ella el principio theándrico. ¿Y la Ekklesía? Este es un tema, que debo desglosar, para consagrarle un breve Excursus en este Tractatus, o si se quiere para redactar un Tractatum americanum ad usum argentinorum.
Por eso llamemos a Homero en lugar de Ignacio de Loyola (1491-1991); a Parménides en lugar de Descartes (c’est la mame chose qu’Ignace, sea dicho esto en el V° centenario de América y en el VD centenario del nacimiento del modernismo Ignacio)[2]; a Píndaro, en lugar de Neruda y Octavio Paz, a Plotino en lugar de Marx; a Solón en lugar de Lenín. Una generación americana, criada y renacida en el noein por la libre dispensación del griego hará caer la costra que aun subsiste y que como secaduras de una herida profunda y una sangre impura, incuba otras catástrofes terribles.
El principio theándrico obrará per se, si nosotros oímos: parate vias domini, parate vias Spiritus Paracliti et Dei hominis; parate par graecam linguam aut semanticam, intelligibilatem perfectam, id est, Musareum hymnein[3]. Pues es el retomo cosmogónico-histórico a la arkhé, al logos theándrico, a la célebración (hymnein) pindárica de los hyperbóreos en la vastedad americana.
América sanará y fructificará en la santidad, la mystica, el noein y el legein; la res publica regenerará la justicia, y habrá hombres, pues estaremos, al fin, en el cuaternario o en el quinquenario. La gran instauratio pedagógica que entreveo es posible sólo con el griego, el griego cuyo phylum biogenético realiza lo que dice nuestro maestro San Juan, benedictus sit! La comunicación de la semántica griega alimenta “el pensar”, lo regenera en sus raíces parmenídeas y pindáricas, lo incorpora como tensión creadora y heroica para un “decir” originario, que repliegue la fantasmagoría del barro genésico y los poderes aquerónticos que la esgrimen, para la emulsión del hombre en ese barro pre-noético.

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Quedaría la resonancia hyperbórea que coloco en el último epíteto de la frase designativa: “de regenerante principo hyperbóreo”, en la que uso con toda intención sintáctica y metaphysica el participio presente. Se trata de urna manifestación creadora de la arkhé, la cual historicamente es hyperbórea. El Principium o Arkhé, mentados en el sello significante de mi expresión, convienen al carácter óntico incluyente; el participio presente latino evoca en un solo término la “rinascita de lo principial” en el sentido theándrico o histórico-mythico. Ahora bien, esas condiciones por así decir absolutas, pero concebidas como fundamento, biogenético en el sentido joánico del prólogo insigne, esas condiciones pues presentan, al contexto de nuestro saber y de nuestro actuar histórico, un sesgo mythico y mythico-histórico, que conviene con la expresión misma del Principio theándrico. Es esta resonancia hyperbórea la clave para la “alternativa” que planteo quoad Americam (o sea, en cuanto al destino pos-moderno de la América Románica y su nueva incidencia en la América anglóphona).
La resonancia hyperbórea que aduzco comporta recuperar y renovar la vía pindárica. Tres son sus constitutivos: el poder del canto, la existencia del Héroe, la convivencia de la fiesta theándrica. Estos tres constitutivos le fueron siempre negados a América, o al menos ésta no los compartió de modo regenerativo y apokatastásico.
En cuanto al canto, encuéntrase reasumido en todos los poetas americanos de diversa densidad y significación. pero vigentes según el espíritu de la lengua: en el Norte, anglogermano y francóphono, y en el sur dentro de la expansión románica de incalculables consecuencias.
La existencia del héroe, no asumida todavía en la promoción hyperbórea, acontece sin embargo en la guerra de la emancipación americana, aun abierta por los acontecimientos hodiernos, vigentes como regeneración azarosa de héroes imprevistos.
En fin, la convivencia de la fiesta theándrica sólo resultará operativa y cognitiva al mismo tiempo, si se instaura la contemplación en el monacato americano. Este podrá vencer el desierto, la Tebaida inhóspita y hostil, y regenerar en la contemplación, el arte de la construcción (Aufbau), como signo y diligencia de las manos operosas y articulantes; la vida del coro como instauración de la diakósmesis purificativa, en fin la lectio de antiguos y modernos como retorno por el camino de la meditatio al impulso lyrico del anima mundi y al pneuma que se hace letra, símbolo, imagen y develación sistemática del ente.
Los tres constitutivos o existieron incoativamente en América, o fueron negados y replegados por la subcultura reduccionista de la ratio infecunda y el poder aqueróntico, tornados en ámbitos devorantes o petrificadores, obstáculo insalvable a veces, para el camino hyperbóreo.

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El itinerario humanístico griego que propongo no es un reduccionismo de filólogo, gramático o hermeneuta, confiado en la mera cultura del libro, no negada por supuesto. Es la posibilidad de integrar a América en el mito heráclico, en las raíces theándricas de San Juan Evangelista, en la fiesta cultual hyperbórea, vigente según el trasfondo de tales instancias. Simultáneamente desglosamos a América, con renuencia heráclica, en cuanto a la corrupción híbrida amenazante; del judeo-cristianismo post- moderno; del reduccionismo teológico jesuita, expresión hodierna del arrianismo: del indigenismo marxista o paramarxista, que tienta un camino falso, tras una reasunción fantasmagórica de la tierra por la razón leninista.
El itinerario por el griego desde Homero a Simeón el Neos Theologos, es decir, por dos milenios de lengua y cultura griegas nos facilita el camino del noein irrestricto y nos prepara para la “rinascita de lo principial”, en el sentido óntico que he propuesto. La conjunción de América y  el griego es la gran fundación de la Historia Universal, cuando parecen agotados ciclos, instancias, promociones y coronaciones semánticas; cuando se exhiben triunfantes las fuerzas aquerónticas en la ratio telúrica, videocrática y computarizada, cuando los mil millones de americanos entre los dos polos se abren al abismo “dei neri cherubini”, conductores de muerte, infracultura
ithyfálica, hambre, genocidio y desesperación incendiaria.
La índole hyperbórea, mentada como dato regenerativo en esta meditación, no es pues un aditamento erudito, sin asidero en la realidad profunda, embozada por sobrecargas históricas inevitables, pero también por desviacionismos conscientes, inscriptos en una gran apostasía de la Luz, contra el principio hyperbóreo, apostasía concentrada en la dilapidación cosmogónica de América, como si una energía emergente del hekatontákhelros Briaereos (el gigante mostruoso de cien brazos) –que dicen los antiguos poetas griegos- intentará someter el Sistema planetario solar por la falencia absoluta musical, hymnica, de una América prisionera en el contra- principio de la disolución, la oscuridad, la insectificación;  energía esgrimida con pericia y soberbia por esos mismos poderes tifónicos (descriptos por Hesíodo y Píndaro) entre otros. La América hyperbórea, solar, del pensamiento y del canto en la fiesta hyperbórea es pues la gran novedad lingüística, estética y religiosa. Es sin embargo el horizonte de una hazaña heráclica, cuya resonancia podría emerger de la tercera guerra mundial que se avecina. Ella concita contra la theandriké enérgeia de Dionysio, la contrahumanitas, avizorada con claridad visionaria en espíritus como Virgilio, Dante, Merejkovsky, Melville, etc. Define también el empeño humanístico perfilar aquellas oleadas de la contraluz, la contramúsica, la contracultura en fin, que so pretexto de dominar la tierra viviente difunde y consolida la muerte, la corrupción y la deformidad espiritual entre los hombres. De todas maneras el principio hyperbóreo, por naturaleza, vive incólume en la incólume “edad de oro” de aquella fiesta, que convivió Perseo, según Píndaro. El “camino maravilloso” está abierto, pero oculto. Sólo “héroes” podrían reencontrarlo y transitarlo. El humanismo de una paideia griega para América, de una paideia hyperbórea, por supuesto, es la más profunda y densa operatio aesthetica para una estirpe americana, que afirme de una vez por todas el rumbo de una raza ideal americana, como último decoro de un hombre inspirado y creador.



CARLOS A. DISANDRO

Alta Gracia, 2 de febrero de 1991 o sea, en la fiesta de la Luz, multiplicante y multiplicada. Es preciso transitar, como dice la antigua Liturgia Romana hujus saeculi caliginosa discrimina (las tenebrosas confusiones de este eón).





Publicada en Ciudad de los Césares N° 23, Marzo/Abril de 1992.




[1] Esta es la reseña del primer capítulo de un ensayo más amplio que lleva por título en latín Brevis Tractatus “de Regenerante Principio Hyperboreo” quoad Americam, o sea “Breve Tratado sobre la Regeneración del Principio Hyperbóreo” en cuanto a América. Constará de tres (3) capítulos: el 1°: Ahora reseñado y resumido para esta nota de la Revista Ciudad de los Césares (Santiago de Chile) el 2°: El mito griego de los hyperbóreos; la escala óntica de Bellerophonte, Perseo y Herakles.[Este segundo capítulo se publicó póstumamente con el título “La búsqueda de Perseo. Reasunción y trasiego del principio hyperbóreo” en Búsqueda, aventura y desscubrimiento, Iter, Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, Santiago, 1996. NdlR.]. 3°: América, reino de los Hyperbóreos, o reino tifónico y aqueróntico. Su título latino obedece a una precisión semántica en cuanto a los fundamentos theológicos y filosóficos, y a la circunstancia de haber iniciado y completado parte de su redacción en latín precisamente. Pero en definitiva me pareció más llano usarla lengua romance de América.
[2] De todas maneras muy importante San Ignacio para entender la modernidad y post-modernidad, quizá más importante que el mismo Lutero. Es el mejor homenaje que puedo rendirle en el V° centenario de su nacimiento, y el mejor reclamo para entender a fondo su perfil y su obra histórico-religiosa y teológica de cuatro siglos y medio.
[3] Preparad los caminos del Señor, preparad los caminos del Espíritu Paráclito y del Dios-Hombre, preparad por la lengua griega y su semántica la inteligibilidad perfecta, esto es, la “celebración” de las Musas.